miércoles, 3 de julio de 2013

La resistencia de las minorías


     Murallas para proteger privilegios
Si no fuera por la gravedad institucional que significa, el episodio de la Corte podría inspirar un exitoso culebrón. Con la incorporación de algunos personajes más carismáticos, claro está. Y que cuadren un poco con el perfil de víctimas, porque el Presidente del Máximo Tribunal no da para el papel. Aunque los creativos operadores mediáticos aporten una cuota de dramatismo, sólo unos pocos creen la historieta de un notable tribunal de frágiles sabios acosados por las satánicas fuerzas de un poder populista. Sin lugar a dudas, detrás de todo esto, hay una jugada que pretende ser maestra. Pero no lo es. Salvo, por supuesto, que los prejuicios anulen cualquier razón y la manipulación informativa se lleve todas las palmas. Aunque parezca mentira, algunos Supremos se sumaron a la campaña electoral y hacen lo imposible para aportar a la contienda. Con el sacrosanto sayo de la independencia, señalan límites más ideológicos que constitucionales. Sin quitarse el uniforme de árbitro, juegan sin disimulo en uno de los equipos. Lejos de acompañar a la mayoría que quiere transformar un sistema judicial apolillado, preservan con gesto aristocrático un statu quo en decadencia.
Difícil no reconocer el esfuerzo que diferentes sectores están haciendo para construir una barrera de protección a los privilegios minoritarios. A la enloquecedora agenda de los medios hegemónicos y la sobreactuación de la mayoría de los exponentes de la oposición, se suma la indisimulada e invaluable contribución de los custodios del desequilibrio. Ahora sí cobra sentido la desconcertante frase de Carrió después de las últimas elecciones presidenciales, cuando prometió encabezar la resistencia al régimen. Si en aquel momento parecía clamar en desvariada soledad, hoy no debe ser la única que piensa de esa manera. Con una ligera recorrida por las declaraciones de los principales candidatos, se podrá apreciar el hilo conductor que las inspira: la necesidad de poner un freno al avance K.
Aunque a regañadientes reconozcan algunos tópicos de esta década ganada, proponen un misterioso giro por caminos indecibles para arribar a un futuro incierto. Algo así como todo bien, pero peguemos la vuelta. Por increíble que parezca, anticipan una catástrofe que no está a la vista. Al contrario, todo sugiere que nada de eso va a pasar. Y lo que pasa, es más producto del sabotaje que de la inoperancia. En estos días, el complot triguero alimentó fantasías destituyentes. También, disparó el precio de la harina y sus derivados. ¡Cuántos habrán soñado con muchedumbres hambrientas suplicando por un mendrugo enmohecido! Una vez más, queda demostrado que el incremento del precio de los productos responde más a la ambición especulativa que a condiciones de producción. Otra vez, se hace imperioso regular aún más a los actores de la economía. Más que nunca, el Estado debe garantizar que la mayoría no sea víctima de las angurrias de una minoría insaciable.   
Primero fue el acuerdo que logró Guillermo Moreno con los panaderos para sostener el kilo de felipes a diez pesos. Después, la advertencia del ministro de Agricultura, Norberto Yauhar. “Si los productores no ponen el trigo a disposición del mercado, el Estado tomará medidas”. Para el ministro, esta situación tiene su origen en “la especulación de los sectores de la comercialización y acopiadores”. Presión pura. Fintas que parecen pedir medidas más enérgicas para neutralizar a sus autores. Más temprano que tarde, deberá considerarse la producción de alimentos como bien público y no como tesoro privado. Con todo lo que ello significa, desde la explotación de la tierra, la producción de sus frutos y la comercialización interna y externa. A diferencia de otros tiempos, hoy es posible pensar en estos caminos. El discurso dominante de otrora está en retirada porque un nuevo pensar común está amaneciendo.
Por eso tanta resistencia. Por eso tanto anticipo de catástrofe. Por eso, algunos hablan de la necesidad de poner límites. Detrás de cada queja, de cada consigna, de cada denuncia esconden los logros más destacados. Tanto el control a la adquisición de moneda extranjera como la inversión en producciones culturales reciben las diatribas más descarnadas. En la errática mirada opositora todo de convierte en una limitación a las libertades individuales, una compra de voluntades, una apropiación discursiva, una expoliación patrimonial, un acto de corrupción. Los representantes de la mayoría son tratados como invasores por los que conquistan cada vez menos seguidores. Como en otros momentos de nuestra historia, las minorías se horrorizan por la irrupción de una voluntad colectiva que desea transformar nuestro país para siempre.
Como si no hubiera buenos resultados en muchas de las medidas. Desde que en octubre de 2011 comenzaron a delinearse las restricciones a la compra de dólares, la fuga se ha detenido notablemente. Y eso a pesar de las fisuras que aprovechan los pícaros de siempre. A principios de este año, encontraron la forma de gambetear los controles con la extracción con tarjeta en el extranjero. En el primer trimestre, lograron sustraer más de 120 millones de dólares. Cuando el Banco Central advirtió la maniobra, envió cartas a los usuarios de tarjetas para que justifiquen los retiros. En los tres meses siguientes, estas operaciones registraron un retroceso cercano al 90 por ciento gracias al límite dispuesto por los bancos, no por su voluntad, precisamente. Aunque muchos no quieran entenderlo, existe un motivo: cada dólar que se fuga, lo pagamos entre todos. Una patología individual que afecta al colectivo.
Pero la mezquindad parece no tener límites. En estos días, circuló el video editado del accidente ferroviario de Castelar. Para calmar a los desconfiados, la copia en crudo, sin leyendas explicativas, está en poder de los investigadores. La secuencia muestra al tren que parte de la estación de Morón y todas las instancias que podrían haber evitado la colisión, desatendidas por el maquinista. En ningún momento, Daniel López informó sobre algún desperfecto. Por el contrario, parece decidido a embestir la formación detenida a pocas cuadras. A simple vista, todo podía impedir la tragedia menos la voluntad del conductor, que, como un kamikaze sobre rieles, incrementaba la velocidad para desatar la catástrofe. Siniestro, pero probable. Y si las cosas no ocurrieron así, si en realidad fue una falla mecánica y ninguno de los frenos funcionaron por desidia o ahorro, es igualmente siniestro. Nada excusa una tragedia intencional.
Pero, indudablemente, es el Estado el que debe tomar las riendas del país para garantizar buenos resultados. Las fórmulas anteriores produjeron un penoso retroceso: el Estado genocida al servicio del Poder Económico especulativo financiero, el Estado acosado por el establishment, el Estado cómplice de las minorías, el Estado bobo de la Alianza. Cada uno de ellos contribuyó a la destrucción de un país que parece indestructible. Ninguno de ellos garantizó una década tan pujante como la pasada. Ninguno de ellos puede prometer una década mejor, sino todo lo contrario. Por eso, para seguir avanzando, es imprescindible conquistar más derechos, más soberanía, más democracia. Y si desde los centros de poder pretenden poner límites, ya sea amoldando la Constitución a sus intereses o conspirando en las sombras, se hace imprescindible domesticarlos. Ya hemos padecido muchas veces estos atropellos y no merecemos otro trago con el amargo sabor de la derrota.

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